Escribe Rodrigo Genta
Por desgracia se avecina la transformación curricular de la educación media superior y técnico-profesional. Adriana Aristimuño, directora ejecutiva de Políticas Educativas de la ANEP, anticipó en una nota publicada en el semanario Búsqueda las características generales de la misma. El año pasado, antes de ser un novísimo profesor de filosofía, hice frente junto a mis compañeros del CEIPA a las autoridades políticas de la educación con el fin de impedir la aplicación de la misma a ciclo básico, así como también luchamos contra la aplicación del nuevo plan de grado para la formación de los educadores del CFE.
La transformación se lleva a cabo sin la participación real y la aprobación de maestras y profesores; más aún, se impone precisamente contra el juicio de los educadores y a pesar de sus acciones por defender la educación pública. Guste o no, tienen el derecho y la obligación de expresarse y velar por su integridad. El gobierno asumió con un discurso que culpabiliza a los sindicatos de la educación, y a los educadores a secas en general, de la “crisis educativa”. Consecuentemente, obtuvimos persecución sindical y, gracias a la LUC, una reestructuración autoritaria de la gobernanza de la educación.
Suponiendo que la transformación no sea puro marketing, que los cursos que se vieron forzados a hacer los educadores por miedo al castigo poseyeran algún contenido que pueda influir en sus prácticas educativas, ¿cómo llevarán a cabo el espíritu de un proyecto que no comparten? Mal, probablemente. Pero, si la llamada transformación no tiene sustancia y es mera apariencia, ¿por qué la rechazan los educadores? Porque la simulación también disimula:
1) el vaciamiento del contenido de la enseñanza, con la reducción de la formación específica de los profesores, el desdibujamiento de las disciplinas, y las competencias que desplazan a los contenidos a una posición de subalternidad y prescindencia;
2) la precarización del trabajo, con la pérdida de horas reemplazadas por talleres de dudosa pertinencia, la semestralización y la optatividad.
Sin más preámbulo, voy a analizar el discurso de Aristimuño sobre lo que la transformación educativa depara para la educación media superior (Secundaria) y técnico-profesional (UTU) con base a la nota de Búsqueda. ¿Cuáles son y qué razones justifican los cambios a implementar? Veamos.
“Se trabaja sobre menor diversificación, y mayor opcionalidad y navegabilidad; que el bachillerato diversificado como tal tienda a ser menos diversificado y más general. La opcionalidad refiere a que el estudiante no se embrete en un bachillerato específico cuando recién está en primer año y no tiene muy en claro su futuro. Que primero transite opciones comunes, generales, y elija algunas asignaturas con un corte o un perfil más social, científico o artístico, pero no un bachillerato diversificado equis. Y la navegabilidad alude a la posibilidad de cambiar, de moverse de Secundaria a UTU, y viceversa. El principio rector es que ningún estudiante tenga que ir para atrás en su trayectoria en función de unas opciones rígidas, porque además eso provoca abandono y baja tasa de egreso”.
“Si logramos con esta transformación curricular y con su régimen de evaluación que los estudiantes siempre avancen, con los apoyos, las tutorías y los acompañamientos que necesiten, habrá un cambio fuerte, fuerte, fuerte”.
Básicamente la idea es que, con un menor grado de diversificación y competencias generales que gobiernen ambos subsistemas, se pueda navegar de un subsistema o de un bachillerato a otro sin mayores dificultades, con el norte de que los estudiantes siempre avancen, con el “principio rector” de que nunca tengan que ir atrás en su trayectoria. Eso, sumado a la posibilidad de elegir asignaturas, motiva a los adolescentes y, si están motivados, se conjura el fracaso educativo, ¿no es así? Pues no, razonar de esta forma induce a errores que finalmente harán de las escuelas y liceos, de las instituciones educativas, espacios de pura contención.
Las autoridades educativas están “obsesionadas” con reducir los índices de deserción: suelen fundamentar la urgente necesidad de una transformación en materia educativa apelando a dichos índices. Un objetivo deseable y de común acuerdo: los números son dramáticos. Ahora bien, el problema es la creencia de que transformando la currícula se logrará reducir la deserción; se mueven bajo la afirmación implícita de que la malla curricular actual expulsa a los alumnos del sistema. ¡Un disparate! Suelen, consecuentemente, fetichizar la currícula, atribuir a ésta una influencia y un alcance que no tiene. Argumentan: si actualizamos la malla curricular de acuerdo con los intereses de los jóvenes y agregamos competencias que obliguen a los educadores a adoptar metodologías activas, los jóvenes estarán motivados y no fracasarán. Así razonan los “transformadores”.
Antes del deseo están las necesidades que demandan asistencia, y fuera de las instituciones educativas la realidad social que las contextualiza. El problema del rezago y la deserción no son, como quieren hacernos pensar, el supuesto enciclopedismo y el sesgo de propedéutica universitaria de la currícula; tampoco las exposiciones magistrales de los educadores del siglo pasado. El factor de peso, aunque no sea el único, es económico: los ingresos de las familias. Los estudiantes que pertenecen a familias del quintil más bajo de ingresos tienen un 59.3 % menos de posibilidades de culminar la educación obligatoria que los estudiantes que pertenecen a las familias del quintil más alto, a pesar de compartir el mismo plan de estudio y el mismo cuerpo de educadores. ¿Es origen de la deserción, luego, la currícula y la formación de los educadores? Obviamente no.
La única forma posible de que la currícula pueda incidir sobre el rezago y la deserción es vaciando sus contenidos y flexibilizando los criterios de aprobación y pasaje de grado, maquillando la evaluación de todas las formas imaginables. Esto supondría resignarse a no enseñar, o a enseñar lo menos posible. ¿Eso sucede? Pues estoy firmemente convencido de que sí. Buscaré justificarme en lo sucesivo.
Organizar la educación en función de competencias generales supone colocar a las asignaturas, y sus contenidos específicos, en una posición de subalternidad y de prescindencia. Pero, ¿no se movilizan conocimientos para desarrollar las competencias? En teoría sí, pero sólo aquellas competencias generales que señalan un cuerpo específico de saber para desarrollarse. La amplia mayoría de las competencias generales definidas por la ANEP no hacen referencia directa a una asignatura concreta. Luego, la presencia de estas materias, y sus saberes, es contingente, ya que no es imprescindible para el desarrollo de las competencias generales. Hoy están presentes y mañana podrán ser reemplazadas por otras. Especialmente las Humanidades (pienso en Historia, Literatura, Filosofía y demás) son desfavorecidas en este sentido; lo que coincide con la pérdida de horas que sufren y sufrirán a raíz de la transformación.
Así, el conocimiento en general se presenta como excesivo: ¿acaso es absolutamente necesario, por ejemplo, comprender el concepto de alienación para el desarrollo del “pensamiento crítico”? Y a riesgo de equivocarme, diría que no. Muchos contenidos disciplinares que no son estrictamente necesarios para el desarrollo de las competencias generales de la ANEP, y que son infinitamente valiosos por otras razones, tan ideológicas y criticables como aquellas, son presentados por la “economía competencial” como un exceso, como un sobrante o un adicional que no posee derecho propio y quizás sea perjudicial para los alumnos y sus trayectorias, que deben avanzar.
En este sentido hay que leer la apuesta por un menor grado de diversificación o especialización del conocimiento. Forma parte de la sabiduría popular el hecho de que, quien mucha abarca, poco aprieta. Al existir bachilleratos específicos las asignaturas buscan complementarse al poseer una orientación común diferencial; forman una unidad coherente, no una miscelánea de cosas. La falta de previsibilidad del futuro trayecto de los alumnos quita contundencia a la articulación entre materias, que no sabrán qué priorizar, dónde colocar los énfasis, cuáles aprendizajes tienen que reforzarse de cara al futuro próximo.
Que los aprendizajes sean más específicos a medida que avanza el desarrollo de las personas es normal, pues asimismo es el conocimiento: exige cada vez mayores abstracciones. Sólo así puede progresar el estudiante. De la mano de la profundización, viene la especialización, que no es lo mismo que convertirse en un especialista o comprometerse profesionalmente de por vida, sino conocimientos más sólidos, fundados, profundos en relación a un área de interés específica.
Sintetizando: las competencias generales y el menor grado de diversificación tendrá por consecuencia apuntalar la tendencia (de facto) a enseñar cada vez menos contenidos específicos significativos para la vida en general y el futuro próximo.
En cuanto a la navegabilidad, no existe ningún estudio de cómo incide el cambio de un subsistema a otro y/o de un bachillerato a otro en el índice de deserción y qué porcentaje sobre el total corresponde a dichos cambios. No es raro que el estudiante que tiene “dificultades de aprendizaje” se traslade de un subsistema a otro o de un bachillerato a otro y ante la reiteración del fracaso abandone; pero el problema son las “dificultades de aprendizaje” que arrastran los estudiantes desde tiempo atrás, no la “navegabilidad”. Como sea, es ridículo que la razón de ser de la transformación curricular de la educación media superior y técnico profesional sea la deserción que, supuestamente, causa la falta de “navegabilidad” del sistema.
¿Qué hará el FA si gana las elecciones? No lo sé, pero sería importante llegar a consensos para hacer lo que hay que hacer: desandar los pasos que dio el gobierno e iniciar un proceso de cambio legítimo con la debida reestructuración democrática de la gobernanza de la educación, que saque peso a las autoridades políticas de turno y otorgue a los directamente involucrados, a profesores y maestras, a estudiantes y familias, la autonomía necesaria para crear proyectos consensuados de largo aliento que no respondan a intereses electorales. Lo que más le conviene a la educación es dejar de ser materia de riñas político partidarias y ser materia de discusión y resolución de quienes más se preocupan por la educación: sus protagonistas.
Rodrigo Genta / Brigada Julio Castro