Escribe Sebastián Sansone
El fenómeno de la falsa conciencia es una cuestión realmente problemática para la izquierda local y mundial. En un contexto donde el capitalismo tiene dimensiones planetarias y que se ha logrado escurrir por cada rincón del mundo con promesas de todo tipo, donde la principal de ellas es el ascenso social por la vía del enriquecimiento individual, resulta necesario diagnosticar el grado de incompatibilidad existente entre la posición objetiva de clase del proletariado y las ideas que éste abraza.
La falsa conciencia es, en los términos más llanos posibles, un desajuste entre la condición material de existencia (y por ende la posición de clase) y las ideas, valores, deseos y, en términos generales subjetividades. En otras palabras, aparece cuando el proletariado que se piensa a sí mismo como burguesía. El problema de la falsa conciencia lo podemos ubicar por lo menos desde Marx y Engels en un momento donde el entramado capitalista era fácilmente visible y hasta alevoso, encarnado en fábricas humeantes y urbes que comenzaban a crecer por la migración campo-ciudad y en el seno de la primera revolución industrial. En ese momento era bastante claro quién pertenecía a qué clase pues hasta las vestimentas marcaban las distancias clasistas. El uso del tiempo libre, los patrones de consumo, el vocabulario y las maneras de estar en el mundo eran bien diferenciados. Lo que hoy llamamos música clásica, por ejemplo, no era para consumo popular sino y más bien, para el consumo de la élite dirigente.
Sin embargo el siglo XXI, en un proceso que lleva varios lustros de estarse gestando, nos ubica en una situación de complejidad para repensarnos en la real posición objetiva (material) que nos corresponde. Diferentes factores nos colocan en una posición de absoluta confusión respeto a nuestra clase de pertenencia. Los enemigos de clase nos piden, de hecho, que hasta dejemos de utilizar la tecnología como si fuese un pecado mortal y moral, claramente no entendiendo nada. Negar los desarrollos tecnológicos es negar el devenir histórico, es obviar la contradicción fundamental.
Más allá de lo anterior, al final siempre es el pueblo quien elige y empuja, y el pueblo, quien es mayoría en número también es mayoría en cuanto a desventajas comparativas. Dicho de otra manera, los ricos gobiernan para sí y al pueblo se le reparte migajas. Es por este motivo que el que tiene no solamente la voluntad de escoger a quién votar sino porque las cosas que pasan en el país nos pertenecen a todos. En un país que concentra una clase media bastante similar a los conceptos artistotélicos de ética al punto medio, donde arriesgarse es arruinarse; en un país donde las situaciones cambian si está presente ese empuje sistemático y paulatino, sin prisas pero sin pausas, de un pueblo que busca, que quiere cambiar. Es ahí donde se puede demostrar la fuerza del propio pueblo, pueblo muchas veces indignado pero con una aparente falta de motivación ideológica.
El socialismo a la uruguaya, pues es como debe ser, es ser parte de ese empuje y de esa causa reclamada pero no dicha. La clase media uruguaya no habla pero quiere; quiere no ser y ser también; al pobre se lo encarcela, se lo mide en distintas dimensiones como en qué come o en qué gasta su sueldo, pero al rico, al malla oro, no se lo conoce. Por eso es importante una firma para transformar estructuralmente nuestra Constitución. Una firma que habilite un plebiscito para derogar las AFAP, quitar la obligatoriedad de trabajar después de los 60 años y aumentar las jubilaciones y pensiones más sumergidas, equiparándolas con el Salario Mínimo Nacional. Esta firma es más que un garabato, es la demostración de fuerza más importante para un pueblo que quiere cambiar.
Firmar es mostrar que el pueblo elige y votar votamos todos, pero ir a firmar con la “pereza” que eso causa porque siempre estamos atrasados o llegamos tarde o pasa el ómnibus; firmar es indispensable para poder cambiar un poquito. La falsa conciencia avanza en el camino de negar una realidad, de creernos objetivamente más de lo que somos, un somos condicionado por lo que tenemos. Así hay narcos que tienen pero no son; las apariencias vuelven a relucir en un caldo de cultivo radicalmente opuesto a la realidad de una sociedad que se hunde como plomada en la propia miseria.
Revisitando a Eduardo Galeano la historia de las minas de Potosí son vivos relatos de la historia del capitalismo puro y clásico. Básicamente, seguimos explotando al “gil” laburante, al que se despierta temprano, al que va a trabajar desdeñando la escarcha o el calor; al que el ómnibus no le frena en la parada o se olvida de él. Somos materia prima, como la plata de Potosí, que nos exprimen y luego de nosotros no hay mayores comentarios. Es colonialidad en un sentido puro y duro y tan evidente que no nos damos cuenta.
La sabiduría del simple envejecimiento, del acto y del mero hecho de vivir, le otorga la razón o a al menos un espacio de escucha aquellos más grandes. Y hemos escuchado, nosotros los “no viejos”, y hemos aprendido a tal punto que firmamos porque queremos hacerlo. Firmar es incorporar la voluntad de realidad, de honestidad y de sincerarse. Eso duele, ese sinceramiento duele. Pero el dolor pasa, las enseñanzas quedan pero firmar y ayudar a que la proporción más grande del país, de este “pequeño país” solo se combate con una lapicera y una firma. Yo voy a firmar porque entendí mi condición de clase y no voy a tener una falsa conciencia.