Escribe: Tatiana Salerno/ Secretaria de Género, Diversidades y Disidencias, Departamental de Montevideo
Ana vive en el barrio desde hace unos años. Antes vivía en el 40. Allí, ante el riesgo de inundación por la subida del arroyo, había logrado tener una casa de bloque. De aquella casa, que ella recuerda como un palacio, la obligaron a irse armas y amenazas mediante. Como a tantas y tantos. Ahora, su nueva casa es de chapa y asoma alguna madera. La casa de Ana se llueve como si el techo no estuviera, la bordea una especie de cañada que no llega a ser cañada pero que tiene el suficiente caudal como para desbordarse y llenar de agua la cocina. Cocina que también es living, y que también es cuarto. A esa cañada que rodea la casa van los desagües de los baños que no son baños pero hacen las veces de tal.
Pero a Ana poca cosa parece intimidarla. Siempre tira algún chiste. Es histriónica, irónica, suspicaz. Parece querer ponerse un traje de mujer fuerte, dura, fría. Pero le dura poco aquél personaje con el que no parece sentirse cómoda. Ana siempre tiene ideas, saca sonrisas, habla bajito cuando algo le avergüenza y agradece.
Cuando conocí a Ana tenía solo dos dientes, abajo y al medio. Un día iba el dentista al barrio y ella sacó a relucir su típica ironía, satirizando su aspecto, su cuerpo, su boca, sus no dientes. Como suele suceder, acto seguido, comenzó a hablar serio. Bajito. No tener dientes, ¿Qué significa? ¿Qué significa para quién? Para las Anas de los barrios los dientes son tener palabra, son decir, son reir y son opinar. “Sin dientes menos me van a agarrar para algún laburo”, me explicó. La prótesis dental es tan lejana como deseada: con lo que sale la prótesis Ana compra leche y pan para varios meses. Pero poco tiempo atrás Ana si tenía su prótesis, la había logrado conseguir con ayuda y a un precio especial. La cuidaba.
Un día Ana se sacó los dientes para dormir, como solía hacerlo cada día. Los dejó apoyados sobre una mesa. A Ana no le gusta nada madrugar, pero el día siguiente era día de escuela así que se levantó bien temprano para llevar a sus gurises a la escuela. Buscó los dientes, pero no estaban. Ana revolvió todo: entre la ropa, en la cama, en la basura, en el piso, entre los juguetes de los gurises. Pero nada. Buscó por días. Consultó a sus hijas, sus hijos, su nuera… pero nunca aparecieron. Solo quedaba una opción para nada descabellada: una rata se había robado los dientes de Ana.
Las ratas son paisaje y compañía cotidiana en su casa. Grandes y chicas, por los techos, en
las cuevas y corriendo por los pisos. Al tiempo confirmó lo que sospechaba: aquellas malditas ratas robaron sus dientes. Y con ellos se llevaron también palabras, risas y oportunidades. Había pasado el Ratón Pérez del barrio.
El Ratón Pérez del barrio no es tan simpático y amigable como el otro Ratón Pérez que seguramente conozcamos de los cuentos. El Ratón Pérez del barrio se lleva dientes y a cambio deja problemas. No le importa que el rito de la colocación de dientes sea bajo la almohada, no le importa si no deja plata, no le importa nada. Seguramente porque está acostumbrado a qué en esas casa no hay almohadas, no hay plata, no hay casi nada.
La historia de Ana es la de tantas y tantos.
Nuestro Partido ha decidido llevar adelante la propuesta de un Plan Nacional contra las
desigualdades. Y, a veces, esas desigualdades quedan reflejadas en cifras, números, gráficos, libros, siglas, discursos. Poder ponerle cara, nombre e historia a esas desigualdades humaniza la política pública.
Ese ratoncito amoroso que para algunxs representa ilusión, inocencia y buenas nuevas, esta vez no dejó ni plata ni una cartita, sino una muestra más de que la desigualdad tiene vidas y rostros concretos.