Escribe Shanti Benvenuto – CS Paso de los Toros
“Solamente pueden robarse las ideas pequeñas, las minucias que caben en un bolsillo. Las grandes creaciones son incómodas de llevar y no están al alcance de los descuidistas. Cualquiera puede hacerse con el slogan de un nuevo calzoncillo; la teoría de la relatividad, en cambio, es de usurpación casi imposible. Convendrá entonces tener ideas grandes o, en todo caso, procurar que (…) estén pegadas a nosotros de un modo tan íntimo y estrecho que nadie pueda arrancárnoslas del alma.”
-Alejandro Dolina (1994). Crónicas del Ángel Gris. Buenos Aires: Editorial Colihue.
El Papa Francisco y la modernización de una institución
Con el fallecimiento de Jorge Bergoglio -Francisco-, el último Papa de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana, representante de la religión más importante de la cultura occidental, nos encontramos ante varios debates abiertos. Uno de ellos es la importancia de creer en algo en un mundo lleno de individualismos. Personalmente, soy un agnóstico que, ante un sistema de creencias responsable de tantos siglos de barbaridades y procesos deshumanizantes, no desea sentirse cerca de ninguna religión. Aun así, siento una profunda tristeza cuando un representante que tanto abogó por la construcción de una religión más justa y abierta hacia las minorías del mundo haya dejado el mismo.
Francisco fue evolucionando como debería haberlo hecho el mundo. Un hombre que a principios del milenio mantenía posturas más conservadoras, fue mutando hacia una idea de un mundo más justo y abierto hacia las minorías. En una época donde el Presidente de su país resulta ser un liberal individualista que ha roto cualquier forma de civilidad y convivencia social, y va en camino de destrozar cualquier plan estatal o política pública que redujera las desigualdades y caminara hacia una sociedad más abierta y justa. Solo hay que revisar sus últimas declaraciones o decisiones políticas para darse cuenta de la magnitud de su perversión: un hombre que en un foro económico acusó al colectivo LGBTIQ+ de pedófilos y degenerados, que además promovió una estafa, donde no nos queda claro si lo hizo por estafador o incompetente para el lugar que ocupa como jefe de Estado. Un presidente que defiende neonazis y golpes de Estado por estar alineados a su política económica, un presidente cipayo dispuesto a vender su país para hacerle favores a los poderosos. Al fin y al cabo, un Presidente que mintió en su campaña presidencial para lograr una victoria a favor de un sistema que prioriza a los que más tienen.
Ante esto, Francisco se propuso como una figura anti-epocal. En un mundo de individualismos y reaccionarios, fue una persona disruptiva ante las tendencias de las nuevas autocracias que concibe un modelo de sociedad más desigual y más alejado de los consensos que tanto se desean desde el campo popular.
Lo que Francisco representa en todo esto es un modelo de transformación en una institución que estaba desactualizada. Desde un punto de vista exterior a cualquier religión, la institucionalidad católica se observaba como un modelo de creencias punitivistas que castiga al pecador y enaltece la culpa. La culpa y el punitivismo están muy alejados de lo que las transformaciones profundamente humanistas deberían representar. No se puede pensar en el castigo y el remordimiento como elementos de construcción de comunidad. Por supuesto, hay cosas que están categóricamente mal y las mismas deberían tener un consenso desde la sociedad para ser evitadas y, en su debido caso, deberían ser llevadas hacia un sistema de justicia que construido en basea los derechos humanos, y una ética pública que pudiese ponderar de forma objetiva las condiciones materiales que llevan a un individuo hacia prácticas de perjuicio al prójimo. Es así como desde la construcción de una lógica no punitivista se llega a mejores sociedades.
La Iglesia no está exenta de un contexto histórico o de coyunturas geopolíticas. Si es verdad que han habido papados que apoyaron regímenes autoritarios, genocidios, apartheid e ideologías violentas en gran parte de la segunda parte del milenio (1500-1999), Francisco nos invitó a discutir sobre la importancia de creer en algo mejor para el mundo que vivimos. No existe un mundo donde los más infelices no sean los más privilegiados.
Podemos reconocer que, por ejemplo, varios líderes políticos muy importantes del siglo XX en América del Sur como Juan Domingo Perón, Hipólito Yrigoyen, José Batlle y Ordóñez, Luis Batlle Berres, Baltasar Brum, Salvador Allende, Carlos Ibáñez del Campo, fueron intérpretes modernizadores y catalizadores de la cosmovisión cristiana. Si bien Batlle y Ordóñez es reconocido como un político de una laicidad admirable y Perón como un cristiano confeso, ambos construyeron muchas de sus políticas gubernamentales desde una lógica cristiana y popular, donde la sociedad se ordenaba en base a la redistribución y la solidaridad.
La solidaridad como ordenador de la sociedad moderna
No es una novedad que la sociedad se ha ido individualizando y perdiendo la noción del fortalecimiento del entramado social como canalizador de las demandas colectivas. Ni hablar de una prédica desde las instituciones privadas o empresarios que, mientras ponen la bandera de la diversidad o de los movimientos raciales en sus publicidades, manifestando apoyos vacíos a causas populares, por otro lado apoyan a AfD (partido de ultraderecha alemana), al presidente norteamericano Donald Trump, a los racistas y xenófobos como Marine Le Pen y Santiago Abascal, entre muchos otros movimientos conservadores que nada tienen que ver con la lucha real por los derechos humanos.
Asimismo, podemos encontrar influencers, músicos, artistas, actores y otras personalidades que carecen de postura o convicciones respecto al rol que ocupan en la sociedad. Embanderan causas populares, como la lucha por el reconocimiento de las minorías y diversidades sexuales, dan discursos de un progresismo abierto a la discrepancia pero con un tinte neoliberal, o promueven la lógica de la proscripción de las discusiones sobre la pobreza y la marginalidad, ignorando su expulsión de la cultura moderna. Embanderar un sentimiento vacío sin creer en él, o canalizar esa demanda sin comprometerse con la causa para mejorar la sociedad en la que convivimos, es en principio un proceso individualizador respecto a creer en algo mejor. Cada algoritmo, red social o consumo cultural nos ofrece algo personalizado que nos impide comprometernos con la profundización de la cultura o la política en la que existimos.
La iglesia, el templo, el comité de base, el bar de la esquina, el club de fútbol, el garage del amigo, la casa del vecino, la vereda de enfrente o el camping de la localidad, además de servir como puntos de encuentro, funcionan como ordenadores desde la solidaridad. Empatizar y verle la cara al otro era fundamental para pensar algo en conjunto. La sociedad pensaba en ordenar absolutamente todo en servicio de los intereses compartidos. Creer en una pasión, ya fuera por la figura de un dios, una ideología, un partido político, un club de fútbol, la comedia y las risas, o la reunión con amigos para charlar del divorcio del otro (por más inútil que fuera), hacía que creyéramos que había algo mejor afuera de nosotros mismos. Nadie nos personalizaba la charla o los contenidos según nuestros intereses. Los libros eran para todos, los comités de base estaban abiertos para charlar y discutir, y si te peleabas con alguien, era viéndole la cara, lo que impedía llamarle “zurdo” o “facho” sin entender quién era y si lo tenes que ver al otro día.
Entonces, ¿para qué sirve creer?
Creer sirve, para construir algo más grande que uno mismo. En un mundo cada vez más individualizado, donde las redes sociales, las plataformas y los algoritmos nos aíslan en burbujas personalizadas, creer en algo —ya sea una religión, una ideología, un club, una causa o incluso en la simple idea de que hay algo mejor afuera— nos conecta con los demás. Esa conexión no es solo emocional, sino también práctica: organiza, da sentido y ordena la vida en comunidad. Creer nos saca de la lógica del “sálvese quien pueda” y nos devuelve a la idea de que somos parte de algo más grande, algo que nos trasciende. No se trata solo de fe en un dios o en una doctrina, sino de la convicción de que la solidaridad, la empatía y el compromiso con el otro son necesarios para construir una sociedad más justa. En un contexto donde las instituciones privadas y públicas muchas veces fallan, donde las causas populares son vaciadas de contenido y utilizadas como marketing, creer se convierte en un acto de resistencia. Es lo que nos impide caer en la desesperanza, lo que nos recuerda que, a pesar de todo, hay algo por lo que vale la pena luchar y organizarse. Creer, en definitiva, es lo que nos salva de la soledad y nos devuelve la posibilidad de pensar en un futuro compartido y profundamente más igualitario.